Esa mañana había visitado a su madre. Casi nunca iba a verla, pero tuvo que hacerlo porque cumplía 60 años. Salió de su casa. Caminaba por las calles adoquinadas de San Isidro y hacía, exactamente, nueve meses, ocho días y cuatro horas que se había separado de, Selmira Peralta Ramos, quien había sido su primera y única mujer. 20 años atrás se había entregado a sus pies cuando una bolsa de basura hizo que aterrizara frente a sus botas.Su belleza lo eclipsó.
Mientras estos recuerdos venían a su mente, oyó a lo lejos el rechinar de las ruedas de un auto sobre el cemento. Más cerca, una camioneta 4x4 estacionó bruscamente frente a él. Dos hombres vestidos de rojo bajaron violentamente de ella y lo obligaron a subir. Lo golpearon en el estómago y vendaron sus ojos. Luego de un viaje relativamente corto (porque gracias a un colgante, que estaría en el espejo retrovisor y que pendulaza marcando el ritmo a medida que se alejaba del punto de partida, logró contar los 5.999 golpes que hizo). Queda a criterio del lector creer o no en la longitud de este trayecto. Para él fue corto. No así su estadía en la Casa del averno.
Lo encerraron en un cuarto atado de pies y manos. Estuvo solo un rato hasta que la puerta se abrió. Los pasos de unos zapatos de tacos se acercaron a él. Después, una respiración húmeda se coló entre sus oídos erizándole la piel. -“Por fin nos volvemos a ver”, dijo una voz de mujer. “Hace siete meses que te venimos siguiendo. No veíamos la hora de tenerte entre nosotras”. Automáticamente, cayó en la cuenta de que se trataba de un secuestro al boleo y que, obviamente, había más de una mujer en esto. La muchacha le volvió a decir: “Ahora viene lo bueno. Preparáte. Espero que tengas coraje para lo que te espera”. Luego de escuchar estas palabras ya no estaba tan seguro de que se tratara de un rapto. Temía por mi vida y lo bien que hice.
Al cabo de unos minutos la puerta se abrió nuevamente y un batallón de zapatos de taco alto entraron en la habitación. Pudo diferenciar tres voces femeninas. Luego, un líquido hirviendo se vertió sobre su piel. No pudo evitar el grito desgarrador. Ardía, quemaba y, luego, vino el tirón. “Cera depilatoria en su pierna derecha”, pensó. Una risotada neurótica se expandió por el cuarto a lo que una de las voces, agregó con tono irónico: “Desátenlo. Vamos a producirlo”. Las mujeres lo desvistieron para colocarle tacones, medías de nylon, maquillaje y aros. Después, lo obligaron a caminar a ciegas a lo largo de una pasarela. Como era de esperarse: se cayó. Volvieron a reírse y le exigieron avanzar sobre ella. Desde el fondo se escuchó otra voz, más sarcástica que la anterior “¿Qué pasa?, ¿No podés llegar al final?, ¿Querés llegar y no podes? ¿Esperás que todo esto se termine?. ¿Que tenga un final. ¿Que acabe?”.
Luego, lo bajaron de la plataforma. Sacaron sus vendas y lo sentaron en un sillón mullido. Pudo ver un salón obscuro y desolado. Muy cerca de él, una pantalla gigante. No podía cerrar sus ojos. Dos varillas de plástico sostenían sus parpados de arriba hacía abajo. Desde el techo, un brazo mecánico bajó para aplicarle unos audífonos desmedidos, color plata. Pudo percibir un sónido a vacío. Luego, el correr de una cinta a un volumen descomunal hasta que la letra de ésa famosa canción, que tanto odió durante varios años de su vida, comenzó a sonar. “La pioggia non bagna il nostro amore quando il celo é blú” de Ornella Mutti.
En ése momento no podía creer lo que estaba escuchando. Era su canción. Aquella que había cantado durante ésos 20 años mientras se duchaba. En ésa época solía remarcarle a su ex mujer su restringida capacidad de entonación. Esto no fue todo. A continuación un video de mujeres gordas, desagradables comenzó a correr por la pantalla. Esa mezcla extraña le produjo ganas de vomitar. Intensas ganas de devolver y palpitaciones. La pierna derecha seguía ardiéndole. Un sudor frío comenzó a correr por su cuello. Sufría como nunca antes lo había hecho en su corta y larga vida. Lloró. Gritó. Lloró. Su música desentonada y aguda seguía en los oídos. Suplicó que pararan. Pedió perdón por los actos crueles que había cometido, hasta el momento, sin saber a quien estarían destinados sus ruegos de misericordia.
Finalmente, su imagen apareció detrás de una cortina bordó. Selmira estaba vengandose. “Ya no valen tus excusas, menos tus palabras. Sólo dios perdona aquel que por otro amor a un pobre ángel abandona”, dijo y tiró de una cuerda que colgaba a un costado de su esbelta figura. Rápidamente, el piso se abrió, apareció un túnel y sobrevino la caída libre.