Las gotas caían, lentamente, una detrás de la otra. En la habitación había un absoluto silencio y mi padre descansaba, mientras yo contaba cada una de las gotas que caían en el tubo que estaba conectado a su brazo.
Era de noche, una más en el sanatorio. Las enfermeras ya me conocían, y los doctores también. Es que mi padre estaba internado desde hacía 15 días, con ánimos de mejorarse. Tal vez, quizás.
Y fue esa noche, en la que mi padre me preguntó cómo había llegado hasta ahí, cómo estaba el clima y me rogó que, por favor, lo devolviera a su casa.
Fue esa noche cuando, entre gota y gota, corrieron el velo que tenía en mis ojos y pude ver con claridad la situación. Fue en ése preciso momento que me dí cuenta lo equivocada que había estado al creer que el blanco era blanco cuando en, realidad, era muy negro.
Esa noche acepté que no hay peor ciego que el que no quiere ver y que, por más que le hubiera rogado, nunca habría estado ahí para abrazarme y sostenerme en esa situación.
Esa noche, por fin, lo solté para siempre.
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