La última vez que lo vi me retó a que recordara el teléfono de su manager para darme la entrevista. “No seas tonta. Usá tu cabeza. Memorizalo”. Minutos después estaba hablando con Santiago, una especie de secretario personal del actor. “El sexo con la muerte. Esa va a ser la clave para el próximo llamado”, me dijo. Quince días después se produjo el encuentro.
La humedad brota del suelo. Una cola de autos se detiene frente a la barrera de la estación de tren de Martínez. Suenan las bocinas. Algunos protestan por el embotellamiento; otros corren apurados a tomar el tren. Entro al bar donde lo vi por primera vez y espero. El mozo me asegura que va a venir, pero pasan 45 minutos del horario pactado y comienzo a perder las esperanzas. Finalmente aparece. Viste un pantalón negro a rayas rojas verticales. Una boina de cuero negra, un bolso de mano del mismo color y lentes oscuros. Mira hacia el fondo del lugar, sonríe y se dirige hacia mi. “Hola. ¿Cómo va? ¿Todo bien?”. Observa a su alrededor y saluda a un hombre que está sentado en otra mesa. “Esperame un ratito, por favor. Tengo una entrevista. Ya vamos”, dice y le entrega la llave de su auto. Antes de tomar asiento me anticipa que la nota sólo durará 10 minutos. “Es que estoy cansado de dar entrevistas. Creo que en este momento soy la persona más conocida del mundo”, asegura.
Fernando Peña quizás sea uno de los personajes televisivos más polémicos de los últimos años. Sus declaraciones sobre su oposición al uso del preservativo en personas portadoras de HIV generó una gran polémica. “Me parece horrible. ¿Cómo voy a chupar un plástico? Menos si está saborizado. Automáticamente lo asocio a la imagen de un niño. No soy pederasta.”, se ríe y agarra su cabeza en sinónimo de indignación.En más de una oportunidad fue censurado por el COMFER, ya que en sus programas radiales utilizaba un lenguaje poco apropiado para el horario de emisión. También le levantaron una obra de teatro por acosar a alguien del público. “Es que la gente no entiende mis mensajes. Es muy haragana a la hora de pensar. Cuando digo muéranse pronto, despacito, pero pronto, no es que les deseo la muerte, sino que vivan intensamente. Que no se conserven nunca”, dispara, “piensan que soy un tira bombas al pedo, un borrachito o un drogadicto. Yo soy un romántico”.
El mozo se acerca a la mesa y Fernando le pide un Vodka Campari tonic. En ése momento recuerdo que son las 7 de la tarde de un lunes. Mientras saluda al dueño del bar, pienso en la manera de poder acceder a su mundo privado. Parece de buen humor y dispuesto a responderme, pero por otro lado emerge su faceta border. Podría ser una clase de persona a la que no le importa el tiempo ni el lugar, sino que se levanta a los gritos indignada por la pregunta y simplemente se va. Entonces le ofrezco un cigarrillo. “Mi vida fue y es muy lujuriosa. Soy súper promiscuo. No concibo mi vida sin sexo. En eso soy bastante animal, pero no fumo”, explica, se sonríe y junta sus manos como un gesto de agradecimiento.
Su pasado estuvo ligado con el consumo de drogas y alcohol. “En ésa época estudiaba para comisario de abordo. Tenía un amigo, Jeremy, con el que íbamos a fiestas bastante fuera de control. Había drag queens, travestis, lesbianas, gays. Mucha joda”, cuenta y larga una carcajada. Además, alguna vez estuvo internado por exceso de cocaína en un hospital de Miami. “Recuerdo que mi vieja me fue a ver. Lo primero que dijo fue puto de mierda, sorete. ¿No te da vergüenza malgastarle la plata a tu difunto padre en esto?”, relata simulando la voz de una mujer y agrega “Mi padre está descansando en paz. ¿Vos te pensas que se va a preocupar por el dinero que dejó?”.
El trago se va consumiendo. A cada respuesta le sigue un sorbo. Lo revuelve constantemente. Parece un tanto ansioso, exaltado. Mueve sus manos. Las pasa por su cabeza y se quita los lentes. La parte baja de su ojo derecho está delineada de azul. Su mano izquierda carga con tres anillos de plata. Un tatuaje en su antebrazo, del mismo lado, similar a una media de red, se asoma por debajo de su remera. Suena su celular. Es su asistente que lo informa de la entrevista que tendrá al día siguiente, en el programa de la conductora Mariana Fabbiani. En ese momento le recuerdo la contraseña que me dio Santiago para la entrevista: el sexo con la muerte. Sin dejar espacio para mi pregunta descarga: “están muy ligados entre sí. La muerte en cierta forma es volver a nacer y el sexo está muy unido con la reproducción del ser humano. Cuando acabás, ¿cuántos proyectos de vida estás matando?. Estoy acabando. Terminando con algo”. Parece que estos argumentos son muy recurrentes en la vida del artista. Casi todas sus obras teatrales han tenido una estrecha relación con ellos. Ahora me confiesa que lo que menos disfruta del sexo es el orgasmo, ya que, en ése momento, siente unas ganas inmensas de estar solo. Ganas de volver al vientre de su madre.
Fernando Peña nació en Montevideo, Uruguay. Proviene de una familia que siempre tuvo un buen pasar económico. Su padre era periodista y su madre, según el, una histérica. Los recuerdos de su infancia no son muy felices. “Mi vieja tuvo una enfermedad terminal durante diez años y tuve que ocuparme de ella. Se pasaba todo el tiempo gritándole a mi hermano menor”, cuenta bajo la voz de Roberto Flores, el personaje gay de sus monólogos. Aquel que alguna vez catalogó como “el puto sufrido”. Su paso por el colegio San Andrés de San Isidro, dejó en él vestigios de un chico bien. “Please, pasame una servilleta”, bromea como burlándose de sus raíces. Mira por la ventana del bar que da justo a la vía. Se queda en silencio. Toma mi grabador y se lo coloca cerca de su boca. Me confiesa de cierto resentimiento que tiene hacia sus padres por haberlo enviado a un colegio privado de ésa categoría. “Porque yo estaría más contento de hablar con la ye que con la she, asegura. Al poco tiempo de graduarse vivió 3 años en Brasil, 4 en New York y finalmente regresó al barrio de su infancia.
Las agujas del reloj siguen su curso. Ya pasó una hora desde el comienzo de la entrevista. Empiezo a sospechar que en cualquier momento anuncia su partida. Sin embargo llama al mozo. Le pide un agua mineral y un whisky. De repente su bolso de mano comienza a moverse. Un perrito de raza yorkshire se asoma. “Me acompaña a todos lados”, admite. Lo saca y juega con él. Extrae una cámara y comienza a filmarlo, pero un fan interrumpe regalándole una remera y obligándolo a que se la pruebe. “No me jodas. Gracias, pero no”, responde con poca paciencia. En ése momento me revela que no es un tipo de muchos amigos. Confirma que no vino a este mundo para tener una vida cotidiana. “Yo vivo pensando. Pienso, pienso, pienso. Me recluyo en mi casa y no salgo de ahí”.
Sus confesiones describen a un Peña con múltiples facetas personales. Su ciclotimia está a la orden del día. Por la noche está feliz, eufórico y, a la mañana siguiente, quizás se siente el hombre más desdichado del mundo. Escuchándolo hablar, cualquiera se daría cuenta de que, además de ser talentoso, es muy inteligente. Lúcido. Audaz. Aunque suene contradictorio ,sus locuras tienen sentido. “La mayoría de la gente que no es inteligente elige no sufrir, entonces busca el camino fácil que es no pensar. No hay que negar las cosas”, afirma. Aprovecho para preguntarle cuánto sufrimiento generó en él enterarse de que era portador de HIV. Levanta sus cejas. Respira profundo. Asiente con la cabeza y mira para abajo. “No te creas que me cambió radicalmente la vida. Tampoco te voy a decir que vivo como una persona normal. Los medicamentos que tomo son muy fuertes y, obviamente, influyen en mi organismo y en mi psiquis. Lloré. Lloro muchas veces”, confiesa.
Se acomoda en el box de madera. Parece fastidiado de estar contando sus cosas más íntimas. La euforia con la que comenzó la entrevista desapareció hace rato. A pesar de esto, con una mirada amenazadora, me asegura que sabe que no se morirá pronto. Que su enfermedad no se apoderará de su cuerpo, ni su mente, ni alma. Me asegura que no le tiene miedo a ése momento. “Cuanto más respeto le tenés, más rápido se da cuenta de tu sensación. Las cosas tienen vida. La muerte tiene vida, aunque suene paradójico. Ahí es cuando aprovecha para sacar su tajada”.
Afuera ya es de noche. El flujo de autos parados frente a la barrera de la estación es menor al de la tarde. Aunque su whisky aún no ha llegado al final, me informa que debe irse a otra entrevista. Se coloca la campera y los lentes. Toma el bolso con su mascota dentro de ella y me saluda. Comienza a caminar, pero retrocede hasta la mesa y confiesa “Igual yo no voy a morir de HIV. Siempre digo que mi muerte va a ser contra un árbol y en un auto. Acordate de esto. Adoro la velocidad. Amo los autos. ¡Ah! y muéranse todos pronto. Despacito, pero pronto”.