Porque me encantó este relato y porque su autor me gusta aún más, es que decidí publicarlo en mi blog.
Espero que lo disfruten tanto como yo.
Por Octavio Tomas
La chica vino desde el furgón, tenía alrededor de 10 años. Dejó la caja de cartón sobre el asiento, levantó la vista y le dijo al señor que estaba sentado frente a ella: “Es un perro hecho a mano. ¿Lo quiere?”. El señor la miró por un segundo y volvió su vista a la ventana. El perro era de cerámica, dorado, con dos botones blancos como ojos. Era decididamente feo y ella lo sabía. “Vos te quedás acá. Yo me voy a sentar allá, ya me cansé de tratar de venderte”. Apenas se sentó, llegó su hermano, que debía tener dos o tres años menos. “¿Qué hacés? ¿No vas a vender al perro? Vendelo”, le dijo. “No, nadie lo quiere, ya me cansé. Nadie lo va a comprar –levantó la voz-. Lo vendíamos a 60 pesos, después lo bajamos a 40, ahora sólo cuesta 20, ¡20 pesos nada más!”. En el vagón nadie levantó la vista, una pareja se sonreía, callada, mirando siempre a la ventanilla.
- Lo tenés que vender- dijo el chico.
- ¿No te das cuenta de que nadie lo quiere? Hace tres días que estamos dando vueltas con este perro. Y es pesado- contestó ella.
- Vendelo igual, lo tenés que vender- suspiró él.
El poeta entró al vagón. Empezó a repartir sus pequeños libros de tapa blanda y blanca. “Hola, son poemas. Soy el autor. Gracias”, repetía. Cuando llegó hasta el asiento de la nena, miró la caja de cartón y ella se paró de un salto.
- Hola, yo te compré un libro, ¿te acordás?
- ¿Yo te regalé un libro?- contestó el poeta.
- No, te lo compré- repitió la chica.
- ¿Y a cuánto te lo vendí?
- A dos pesos. ¿Querés al perro?- preguntó la chica señalando la caja.
- No, gracias, no me llevo bien con los perros. Ni con los vivos, ni con esos.
- Pero éste no muerde, está hecho a mano. Sale diez pesos nada más.
- No, gracias.
- Dale, son cinco libros de los tuyos nada más.
- No, en serio. Además todavía no vendí ni uno.
- Ya sé, si a mi nadie me compra al perro…me imagino.
El poeta sonrió y se fue hasta el fondo del vagón para comenzar a juntar los libros que había repartido. La nena miró al perro y después a su hermano y le dijo: “Ya está, no lo quiere nadie, no lo vendo más”. El chico se quedó callado. Finalmente, su hermana lo había convencido de que no podrían vender al perro. El poeta agradeció un par de veces, volvió a pasar por donde estaba la chica, le acarició la cabeza y se fue. El vagón se quedó en silencio. Era el último tren de la noche y varios de los pasajeros dormían. La formación quedó detenida en una estación por diez minutos, con las puertas abiertas. El frío entraba demoledor. La chica jugaba con las puntas de sus guantes de lana, el chico apretaba los puños en los bolsillos de su campera de tela de avión. Ella habló inclinándose en el asiento: “Mañana tenemos que cantar en la escuela”. Empezó a cantar: “Sólo le pido a Dios, que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre, vació y solo sin haber hecho lo suficiente”. Se quedó callada por unos segundos y volvió a cantar. “Sólo le pido a Dios –se le sumó su hermano, el resto de los pasajeros ni siquiera los miraba-, que lo injusto no me sea indiferente, que no me abofeteen la otra mejilla, después que una araña me arañó esta suerte”. Cantaban los dos. Ella más fuerte, él tímido, con la boca escondida en el cuello de la campera. “Sólo le pido a Dios, que la guerra no me sea indiferente, es un monstruo grande y pisa fuerte, toda la pobre inocencia de la gente”. Hicieron un nuevo silencio, el tren cerró las puertas y arrancó otra vez. “Sólo le pido a Dios…”, cantaron juntos. Ella se calló. Él la miró de reojo sin sacar el mentón de la campera.
- ¿Qué?- preguntó la chica.
- ¿Qué de qué?- preguntó el chico.
- ¿Qué? ¿Sólo le pido a Dios qué?
Él no dijo nada, pensó y no pudo decir nada. No se acordaba la letra si su hermana no lo ayudaba.
- ¿Ves que no sabés nada? Sos un chanta-, dijo ella.
- Callate vos, dejá de cantar y vendé a ese perro-, contestó él.